En el primer Misterio contemplamos el triunfo del Padre en el jardín del Edén cuando, después del pecado de Adán y Eva, promete la venida del Salvador.
"Entonces Yahvé Dios dijo a la serpiente: “Por haber hecho esto, maldita seas entre todas las bestias y entre todos los animales del campo. Sobre tu vientre caminarás, y plovo comerás todos los días de tu vida.
Enemistad pondré entre ti y la mujer, entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar”.
A la mujer le dijo: “Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con dolor parirás los hijos.”.
Al hombre le dijo: “maldito sea le suelo por tu causa: todos los días de tu vida.
Espinas y abrojos te producirá, y comerás la hierba del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado.” (Gen. 3, 14-19).
Para entrar en el espíritu de este misterio, antes que nada tenemos que ponernos de acuerdo sobre las consecuencias del pecado original. Comunmente se dice que el hombre pecó y Dios, por castigo, lo expulsó del paraíso terrenal. Así, está escrito pero leyendo en modo más profundo se llega a una conclusión diversa.
Claro que el hombre perdió toda la realidad de Luz de que estaba revestido, y por lo tanto su propia realeza, condenándose al sufrimiento y a la muerte; pero el “expulsado” fue Dios, porque el hombre, desobedeciéndole, lo obligó a salir de su corazón. Encontramos un eco de esto en Gen 6, 3 ss.: “Mi espíritu no permanecerá para siempre en el hombre… El Señor vió que la maldad de los hombres era grande en la tierra y que todos los pensamientos ideados por ellos en sus corazones eran puro mal de continuo”.
Sin embargo, en el momento en que es rechazado por Adán y Eva, el Padre proyecta la redención prometiendo enviar a la tierra a Su Unigénito. Y será una nueva creación que le permitirá volver al corazón del hombre regenerando en una dimensión más alta. Efectivamente, apenas que Dios toma un cuerpo y se hace hombre toda la humanidad viene incluída en la Familia Divina.
El Padre, con un Amor creativo y redentor más potente que el pecado y que la muerte, cambia totalmente la situación: la que en un principio parecía Su derrota, al final se revela Su gran victoria con la cual El reconquista a Su creatura y la guía hacia horizontes más amplios, hacia tierras y cielos nuevos.
Este triunfo del Padre “es” desde el principio, ya que Él está afuera del tiempo, y lo que decide “es” desde el momento que lo proyecta.
Así es como hay que entender el “triunfo” del Padre. No con el pobre sentido humano – es decir, afirmación de la propia superioridad que humilla y castiga al ofensor - sino precisamente en el sentido divino: “Mientras más se obstinen en ofenderme, tanto más yo me obstinaré en perdonalos”. La venganza de Dios es la Misericordia.
El triunfo del Padre es esta victoria de Su infinita humildad y de su infinito Amor: Él llama a la puerta, espera, vuelve a llamar hasta que le abramos la puerta de nuestro corazón. Entonces Él regresa y es una gran fiesta. Es un poco en sentido inverso la parábola del hijo pródigo: es el Padre que regresa a donde el hijo:
“Quien me acoja a mí, acoge a Aquel que me ha enviado” (Jn. 13, 20); “Yo y mi Padre vendremos a él y haremos morada en él”. (Jn. 14, 23). atrás
En el secundo Misterio contemplamos el triunfo del Padre en el momento del “Fiat” de María durante la Anunciación.
"El Ángel le dijo: No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás el nombre de Jesús. Él será grande y se le llamará Hijo del Altísimo y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin. Dijo María: He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.” (Lc. 1, 30ss.).
Por lo tanto el triunfo del Padre está en regresar a tomar posesión de Sus criaturas. Esto tiene que hacernos reflexionar acerca de la importancia de nuestra voluntad; si Le decimos “no” a Dios no Le permitimos que venga y nos quedamos solos con nosotros mismos. Es la obscuridad, la desesperación y la muerte.
Si le decimos “sí” y Lo hacemos venir, la Luz resplandece en las tinieblas de nuestro espíritu, y nosotros nos volvemos “gloria viviente de Dios”. Como Jesús, como María.
Con su “sí” María anula el “no” de Eva y acoge a Dios que – con un acto de humildad y de Amor sin fronteras – se hace hijo del hombre y vuelve a poner Su morada en Su paraíso.
Jesús, el nuevo Adán, diciendo: “Vengo, Padre, a hacer Tu voluntad”, (Heb. 10, 9) le permite al Padre realizar la nueva creación.Jesús y María son los prototipos de la humanidad nueva, de los cuales hemos sido regenerados. Si como ellos, también nosotros nos abrimos en plenitud a Dios y Le permitmos poner Su morada en nosotros, también por medio de nosotros Él podrá expandir Su Reino de Luz.
Aprendamos a vivir esta realidad infinita. Aprendamos a ser, como Jesús y María, el triunfo del Amor del Padre en un perenne “sí”.Decir siempre “sí” a la Voluntad del Padre es difícil, porque antes o después Su Voluntad entrará en contraste con la nuestra; nos encontraremos en situaciones que no nos gustarán: será el cáliz que tendremos que beber, pero habrá repugnancia. Será el Getsemaní, la hora de nuestra muerte y de nuestra resurección. atrás
En el tercero Misterio contemplamos el triunfo del Padre en el huerto de Getsemaní cuando da toda su potencia al Hijo.
"Entonces va Jesús con ellos a una propiedad llamada Getsemaní, y dice a los discípulos: “Sentaos aquí, mientras voy allá a orar”. Y tomando consigo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a sentir tristeza y angustia. Entonces les dice: “Mi alma está triste hasta el punto de morir; quedaos aquí y velad conmigo”. Y adelantándose un poco, cayó rostro en tierra y suplicaba así: “Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa, pero no sea como yo quiero, sino como quieres tú”. Viene entonces donde los discípulos y los encuentra dormidos; y dice a Pedro: “¿Con qué no habéis podido velar una hora conmigo? Velad y orad para que no caigáis en la tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil”. Y alejándose de nuevo, por segunda vez oró así: “Padre mío, si esta copa no puede pasar sin que yo la beba, hágase tu voluntad.” (Mt. 26, 36-42)
“Entonces, se le apareció un ángel venido del cielo que le confortaba. Y sumido en agonía oraba más intensamente, y su sudor se volvió como gotas espesas de sangre que caían en tierra.” (Lc. 22, 42-44).
“Después se acercó a los discípulos y les dice: “ ¡Ahora ya podéis dormir y reposar. Mirad ha llegado la hora en la cual el Hijo del hombre será entregado en manos de pecadores. ¡Levantáos, vamos! Mirad que el que me va a entregar está cerca”. (Mt. 26,45-46).
“Judas, pues, llega allí con la corte y los guardias enviados por los sumos sacerdotes y fariseos, con linternas, antorchas y armas… Jesús se adelanta y les pregunta. “¿A quién buscaís?” Le respondieron: “A Jesús el Nazareno”. Les dice Jesús: “ ¡SOY YO!” Apenas dijo: “ ¡SOY YO!” retrocedieron y cayeron en tierra.” (Jn. 18, 3-6).
Examinemos cada parte de esta descripción de la agonía de Jesús en el Getsemaní porque es de fundamental importancia para comprender el Corazón del Padre, y para guiarnos en el camino de la santidad, Getsemaní es el pasaje obligado del camino hacia lo alto, es decir, hacia el Padre.
¿Qué es el Getsemaní? Es la gran agonía, es el gran combate con el “adversario” que Jesús tiene que sostener en su humanidad, como “hijo del hombre”, para rescatar a todos los hombres. Él se encuentra ante una realidad más grande que él: es Jesús hombre, con toda su humanidad perfectísima y por lo tanto infinitamente sensible, que tiene que chocar con el gran adversario que se llama “muerte”, “mal”, “pecado”. Es para él “la hora de las tinieblas”, el segundo choque: el primero fue en el desierto, cuando Jesús había vencido la primera fase de esta batalla y “el diablo se alejó hasta un tiempo oportuno” (Lc 4, 13). El Getsemaní es el “tiempo” de la segunda y decisiva lucha en la cual se decidirá la suerte de la humanidad.
“Comenzó a sentir tristeza y angustia”
En el Getsemaní desapareció en Jesús la potencia del milagro, aquella energía sobrenatural que le hacía dominar a todas las realidades circundantes, que hacía huir a los demonios, que aquietaba a los mares en tempestad y que resucitaba a los muertos. Con esta potencia Él iba contra el mal y lo disolvía. “Los curaba a todos”, dice el Evangelio.
Ahora todo el mal del mundo se vuelca sobre su humanidad y Él pide auxilio a sus amigos porque “su alma está triste hasta la muerte” y comienza a sentir “tristeza y angustia.” Pero los amigos duermen, el “adversario” los ha puesto fuera de combate al inicio de las hostilidades, cloroformando sus voluntades, porque ellos no habían rezado y “la carne es débil”.
Jesús se quedó sólo con el Padre y a Él se dirige:
“Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz; ¡pero no sea como yo quiero sino como quieres tú!” (Mt. 26, 39)
En este choque existencial entre el propio “yo” y “Dios” la victoria final es de Dios, porque Jesús subordina su voluntad a la del Padre. Es la gran victoria, el rescate del “no” de Adán.
Pero Él consigue esta victoria en un baño de sangre.
"Su sudor se volvió como gotas de sangre que caían en tierra”
La sudoración de sangre es un fenómeno que se verifica en rarísimos casos después de excepcional trauma psíquico.
La sudoración de Jesús es excepcionalísima, tan abundante que moja el terreno. Cuando se da cuenta de que está por desmayarse, Él se aferra el Padre, buscando en Él aquel consuelo que los hermanos aturdidos por el sueño no logran darLe. El Padre responde enseguida a la llamada del Hijo mandándoLe un Ángel.
El Ángel del cáliz
El Ángel que lo conforta, es el Ángel del cáliz.
¿Qué hay en aquel cáliz? Dentro está la voluntad del Padre, y Jesús la bebe; pero mientras bebe la voluntad del Padre – en un “sí” total – el Padre se comunica con Él y Le da toda Su Potencia.
El Padre se comunica con el Hijo ya agonizante, así como el Hijo pocas horas antes se había comunicado –a través del cáliz – con los apóstoles.
En aquel momento Jesús bebe toda la potencia de Vida del Padre, que le permite levantarse, regañar a sus amigos con dulzura e ir al encuentro con aquel que lo ha vendido, con palabras que son llamadas de Amor:
“¿Ni una hora habéis podido velar conmigo?… Ahora ya podéis dormir y reposar” (Mc 14, 41); “Judas ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?” (Lc. 22, 48).
“ ¡YO SOY!”: El Padre está en Jesús
Jesús volvió a ser el Maestro de siempre, mejor, con más potencia que antes, porque en él está ahora plenamente el Padre Omnipotente. Para convencernos, veamos lo que sucedió en el encuentro con el gentío y los guardias que fueron a arrestarlo:
“¿A quién buscáis?” le contestaron: “A Jesús el Nazareno”. Díceles: “ ¡Soy yo!” (Jn. 18,6)
En la versión moderna del texto encontramos: “ ¡Soy yo!”, pero esto porque en la lengua corriente la expresión fonéticamente suena mejor así. En cambio en la versión latina es: “ ¡Ego Sum!” y en aquella griega es: Sgweimi! La traducción literal y filológica es por tanto “ ¡Yo soy!”.
“YO SOY” es el nombre del Padre, como se llama a sí mismo en el Viejo Testamento:
Moisés le dijo a Dios: “Si voy a los israelitas y les digo: “El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros”; cuando me pregunten: “¿Cuál es su nombre?”, ¿qué les responderé?” Dijo Dios a Moisés: “YO SOY” me ha enviado a vosotros” (Ex. 3, 13-14).
Por lo tanto diciendo “ ¡Yo soy!”, Jesús se califica con el nombre del Padre. O mejor, el Padre declara su presencia en el hijo y da testimonio de sí mismo –además con su propio nombre – también con Su POTENCIA que es la característica de Dios Padre:
Apenas dijo: “ ¡SOY YO!” retrocedieron y cayeron en tierra. (Jn. 18,6).
Hemos visto a Jesús desplomarse en el suelo víctima de “tristeza y angustia” (Mt. 26, 37) y “miedo” (Lc. 14, 33). Tuvo tal stress que sudó sangre. Probablemente tuvo un infarto, según la tesis de dos médicos italianos que han estudiado el fenómeno a fondo.
¿Cómo habría podido un hombre en este estado volver a tomar inmediatamente el control de la situación y tener tal fuerza de espíritu para hacer caer en tierra a un “grupo numeroso con espadas y palos” (Mt. 26, 47) mientras que algunos minutos antes había desplomado en el suelo?
¿Cómo habría podido soportar la flagelación, el camino al Calvario y la crucifixión?
¿Cómo habría podido vivir toda la Pasión teniendo bajo control a los hombres y a los eventos, como en el caso de la Verónica, de las pías mujeres y del buen ladrón?
Es el Padre que, en el Hijo, sostiene el peso de la Pasión y la domina guiándola paso a paso, hasta que Jesús lanza su grito de victoria. “Todo está cumplido” (Jn. 19, 30)
A penas el Hijo pronuncia estas palabras el Padre se retira lentamente de aquel cuerpo martirizado que sólo Él ha tenido en vida hasta aquel momento.
Jesús advierte este alejamiento del Padre, y vuelve por un instante al desfallecimiento en que se había encontrado en el Getsemaní:
“Y alrededor de la hora nona clamó Jesús con fuerte voz: “ ¡Elí, Elí! ¿lemá sabactaní?" esto es: "¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?" … dando de nuevo un fuerte grito, exhaló el espíritu” (Mt. 27, 46-50).
Jesús combatió su batalla y la venció, pero no sólo: en Él había luchado y vencido el Padre con toda la Potencia del Espíritu que estallará después en la Resurrección.
Así es para cada uno de nosotros. Tengamos cuidado de no desperdiciar el momento de nuestro Getsemaní y digamos siempre: “ ¡Padre que se cumpla Tu Voluntad, no la mía,!”
No es fácil porque decir “sí” a Dios, significa decir “no” al propio yo, negarnos a nosotros mismos, morir a nosotros mismos. Pero ésta es la santidad, éste es el secreto de la santidad: a cada “sí”, nuestro yo se empequeñece, dentro de nosotros se hace más espacio, la potencia de la Luz de Dios nos penetra aún más y nos volvemos menos materiales y más espirituales.
Cuando nos convirtamos en un “sí” definitivo, nuestro yo morirá y entonces cada uno de nosotros podrá decir con San Pablo: “No soy yo quien vive, es Cristo que vive en mí.” Seremos finalmente libres. atrás
En el cuarto misterio contemplamos el triunfo del Padre en el momento del juicio particular.
“Dijo: Un hombre tenía dos hijos: y el menor de ellos dijo al padre: “Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde.” Y él les repartió la hacienda. Pocos días después el hijo menor lo reunió todo y se marchó a un país lejano donde malgastó su hacienda viviendo como un libertino. Cuando hubo gastado todo, sobrevino un hambre extrema en aquel país, y comenzó a pasar necesidad. Entonces, fue y se ajustó con uno de los ciudadanos de aquel país, que le envió a sus fincas a apacentar puercos. Y deseaba llenar su vientre con las algarrobas que comían los puercos, pero nadie se las daba. Y entrando en sí mismo, dijo: ¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre! Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros. Y, levantándose, partió hacia su padre. Estando él todavía lejos, le vio su padre, y conmovido corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente. El hijo le dijo: “Padre, pequé contra el cielo y ante ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo”. Pero el padre dijo a sus siervos: “Traed aprisa el mejor vestido y revestidle, ponedle un anillo en su mano y unas sandalias en los pies. Traed el novillo cebado, matadlo y comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido hallado”. Y comenzaron la fiesta. Su hijo mayor estaba en el campo y, al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música y las danzas, y llamando a uno de los criados le preguntó qué era aquello. Él le dijo: “Ha vuelto tu hermano y tu padre ha matado el novillo cebado porque le ha recobrado sano.” El se irritó y no quería entrar. Salió su padre y le suplicaba. Pero él replicó a su padre: “Hace tantos años que te sirvo y jamás dejé de cumplir una orden tuya pero nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos; y ¡ahora que ha venido ese hijo tuyo, que ha devorado tu hacienda con prostitutas, has matado para él el novillo cebado!” Pero él le dijo: “Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo: pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado". (Lc. 15, 11-32).
La parábola de hijo pródigo nos ilumina para entender el Corazón del Padre – siempre abierto al perdón y fiel a Su Amor – y para comprender el corazón del hombre, tan frágil y fácil para dejarse deslumbrar por falsas luces. Meditémosla juntos y quizás lograremos responder a los “por qués” fundamentales de nuestra fe: “¿Por qué Dios permite el mal?”
Hagamos una sola consideración concerniente al tema que estamos tratando, es decir, la regeneración del hombre nuevo: ¿de los dos hijos quién es el “bueno”?
Con una lógica rigurosa, es aquel que se quedó en la casa: “Sirvió al padre por tantos años”; “jamás dejó de cumplir una orden suya”; no lo obligó a darle su parte de los bienes para “devorarlos con prostitutas”; no hirió su corazón de padre alejándose de él para ir hacia una segura ruina; no deshonró a la familia con tantos escándalos, incluso el último: ponerse como guardián de puercos, considerados bestias inmundas…
Ante la ley moral más elemental y la ley judía no hay sombra de una duda: el “puro”, el “justo” es aquel que se quedó en casa; el otro es toda una estratificación de impureza.
Y sin embargo sentimos dentro de nosotros que no es así. En lo profundo está el eco de la alegría del padre y de la actitud del hermano “justo” que nos perturba como una desarmonía chirriante. ¿Qué es lo que no satisface?
El primero es el hijo de la ley y de la justicia, el segundo es el hijo del pecado y de la Misericordia.
El primero es formalmente “puro” y tiene la convicción de serlo porque no ha faltado nunca a la ley; pero este convencimiento ha hecho madurar en él un orgullo sin medida que – con la cobertura de la justicia – lo autoriza a lanzarse contra el hermano que ha errado, contra el padre que lo ha acogido, contra los siervos que participaron en la fiesta. Contra todos y contra todo.
Es un hijo de la ley, de una ley que mató en él el Amor y que hizo crecer y estallar en él un “yo” gigantesco que no deja espacio ni para el padre ni para el hermano. Porque en este yo violento no hay espacio para el Amor, si no es para aquel amor estéril y árido hacia sí mismo.
El hermano más pequeño faltó a la ley en casi todos sus preceptos; se dejó llevar por un torbellino de pasiones que lo arrastró totalmente; en una sola palabra, PECÓ, golpeando a fondo la propia dignidad, el propio espíritu, el propio cuerpo y la propia familia.
Pero este “pecado” hizo saltar todo el mecanismo de muerte: “Per peccatum, mors” dice San Pablo, es decir, “por causa del pecado ha venido la muerte.” Por “muerte” tenemos que entender la muerte del espíritu, con todas sus consecuencias: todo tipo de sufrimiento material y espiritual desde el dolor físico hasta la desesperación.
El joven rebelde está espiritualmente “muerto”: “este hermano tuyo estaba muerto”, dirá el padre, pero por los muchos sufrimientos derivados de su pecado, brotó la muerte de su “yo”. Llagado y encorvado por el sufrimiento – fruto del pecado – él siente en su intimidad una profunda necesidad de Amor verdadero y “siente” que sólo el padre se lo puede dar. Regresa a la casa, sostenido todavía en vida por esta esperanza, que al momento del encuentro se vuelve certidumbre.
Y es así que el hijo, muerto en el espíritu por el pecado, recibe del padre una vida nueva, espléndida. Ahora, entre padre e hijo hay una relación de Amor profundo y no de temor y de respeto formal.
Los dos hermanos son las dos versiones de Adán: lo que hubiera sido el hombre si no hubiera pecado; lo que es, después de haber tomado conciencia del propio pecado y haber sido rescatado por el Amor del Padre.
Podemos responder al interrogativo de siempre: ¿por qué Dios permitió el pecado?
Para que el hombre, en el abismo del pecado, pudiera conocer el infinito Amor misericordioso del Padre.
Juan Pablo II, haciendo un cuadro de nuestros tiempos, se sirve de la parábola del hijo pródigo para darle la exacta configuración al hombre de hoy:
"Aquél hijo, que recibe del padre la porción de patrimonio que le corresponde, y que deja la casa para ir a desperdiciarla en un país lejano, “viviendo como un libertino”, en un cierto sentido es el hombre de todos los tiempos, comenzando con aquel que fue el primero a perder la herencia de la gracia y de la justicia originales. La parábola toca indirectamente cada ruptura de alianza de amor, cada pérdida de la gracia, cada pecado” (Dives in Misericordia).
El pecado hoy es grande y, a causa de eso el sufrimiento está alcanzando vértices alucinantes.
Por lo tanto, la nueva humanidad nacerá pronto, porque los hombres – macerados por el sufrimiento- reconocerán en Dios al propio Padre y lo invocará. El vendrá y será una gran fiesta. atrás
En el el quinto misterio contemplamos el triunfo del Padre en el momento del juicio universal.
"Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron y el mar no existe ya. Y vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de Dios engalanada como una novia ataviada para su esposo. Y oí una fuerte voz que decía desde el trono: “ ¡Esta es la morada de Dios con los hombres! Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo, y él, “Dios-con-ellos”, será su Dios. Y enjugará las lágrimas de sus ojos; no habrá ya muerte, ni habrá llanto, ni gritos, ni fatiga, porque el mundo viejo ha pasado”. (Ap. 21, 1-4).
Juan ve “un nuevo cielo y una nueva tierra”: es el hombre regenerado en el cuerpo y en el espíritu, y por lo tanto capaz de acoger a la Divinidad que desciende del cielo. Es el Padre- y en Él todo el cielo, todo el paraíso, la nueva Jerusalén- que viene a tomar posesión de su nueva morada: el corazón del hombre.
Es la plenitud de la Vida que se establece en el hombre y que elimina todo lo que tiene sabor a muerte (“no habrá ya muerte, ni luto, ni lamento, ni fatiga”). Es el Padre que viene a hacer “un mundo nuevo” (Ap. 21, 5) en una nueva creación, y que da la Vida a quien la desea, es decir a todos, para que todos tengan sed de Vida.
Finalmente el hombre reconocerá a su Padre en Dios: “Esta será la herencia del vencedor: yo seré Dios para él, y él será hijo para mí” (Ap. 21, 7).
No se trata de la situación del hombre en el otro mundo, después de la muerte, sino en este mundo: efectivamente, no es el hombre que sube hacia la Jerusalén celestial sino el contrario. No es el hombre que va a poner su morada en el paraíso, sino el Padre – y con Él todo el Paraíso – que baja para poner su morada en el hombre.
Es la realización del “Dios con nosotros” presentado en toda la Escritura.
Lo que Juan “ve” en la profecía, con el ojo del espíritu, un día lo verán todos: será el gran día del juicio universal; son los días descritos por Mateo en su Evangelio: Entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del hombre; y entonces se golpearán el pecho todas las razas de la tierra y verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con gran poder y gloria. El enviará a sus ángeles con sonora trompeta y reunirán de los cuatro vientos a sus elegidos, desde un extremo de los cielos hasta el otro. (Mt. 24, 30-31).
¿Con qué tipo de “potencia” vendrá? Con la del Padre. La potencia es el atributo específico de Dios Padre: “Dios Padre todo Poderoso” decimos en el Credo. SU potencia es creadora, regeneradora, potencia de Amor, de Luz… Claro que no vendrá para destruir porque el Padre crea, no destruye; no vendrá para castigar porque el Padre es Misericordioso; no vendrá para añadir tinieblas a las tinieblas porque el Padre es Luz que genera y da Luz. Vendrá y “consumirá el velo que cubre a todos los pueblos y la cobertura que cubre a todas las gentes” (Is. 25, 7) y que impedía a los hombres verLo y por lo tanto amarLo. Finalmente veremos a Dios como es: Padre, infinitamente Padre, sólo capaz de amar y de ejercer su Omnipotencia de Amor para superar en amor el “mal” que le había arrebatado a sus hijos, que El quiere nuevamente abrazar, para donarse a cada uno de ellos, para hacer de todos sus hijos uno Consigo, con el Hijo y con el Amor.
Finalmente será atendida la solicitud que Jesús nos enseñó a hacer en el Padre Nuestro “Venga tu Reino (de Amor) hágase Tu Voluntad (de Amor) así en la tierra como en el cielo”.
El cielo y la tierra se besarán. La Ciudad de Dios, la nueva Jerusalén, tomará el puesto de Babilonia sin Dios.
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